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“¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?” –Marcos 4, 41
Cuando éramos niños, teníamos miedo cuando estallaba el trueno y los relámpagos iluminaban el cielo. Le pedíamos a la gente grande que nos rodeaba que lo detuviera, o al menos que nos asegurara que estábamos a salvo frente a los elementos más feroces.
Jesús se revela como aquel en el cual podemos confiar en las ráfagas más violentas de la vida. Él es el dueño de la tempestad. Cuando Jesús entrega su misión a la Iglesia, sus discípulos son encargados de ser su Cuerpo, esto es, su presencia consoladora en un mundo que seguirá enfrentando grandes peligros. Como reconoce la novelista, ensayista y escritora de cuentos iraní estadounidense Dina Nayeri, “Es obligación de toda persona nacida en una habitación segura abrir la puerta cuando alguien en peligro llama”.
Albert Einstein también afirmó la responsabilidad de las personas que tienen seguridad de ayudar a los que están en peligro: “El mundo no será destruido por los que hacen el mal, sino por los que los observan sin hacer nada”. No nos basta con considerar a Jesús como el salvador de los pobres y dejar la tarea en sus hábiles manos. Él la dejó en las nuestras.
¿Quién le ha abierto una puerta en tiempos de crisis o le ha ofrecido un espacio seguro cuando lo necesitaba?
Imagen: May Thawtar/stock.adobe.com